martes, 24 de abril de 2012

UNA CARTA DE AMOR

No recuerdo cuándo fue la primera vez que te vi, pero si tantas segundas y terceras... Siempre tuve la certeza, desde muy niña, de que nuestros destinos (el tuyo de reina, el mío quién sabe) no estaban unidos; de que no estaría siempre a tu lado, porque quería experimentar lo que vivían aquellos cuyas miradas te volvían a contemplar tras regresar intermitentes a perderse dentro de ti buscando recuerdos de niñez y adolescencia...

No recuerdo cuándo fue la primera vez que te dije adiós, pero sí las últimas veces, despidiéndome poco a poco para sentir menos dolorosa tu ausencia, que sabía sería larga a partir de entonces.

Pasaste de ser el mundo a venirme pequeña después y ahora eres el mundo de nuevo, el mundo que yo conozco y añoro y al que volveré como una más de esos intermitentes que te miran como yo miraba que miraban ellos.

 Y me gusta mirarte así porque tú te lo mereces. Porque a pesar de lo que digan algunos eres única, como lo es cada patria para el exiliado, pero tú... tú más. Me gusta mirarte, si. Y me gusta hacerlo a través de mis ojos y a través de las palabras de los que te miraron mucho antes que yo.

Siempre me gustó imaginar historias y episodios de antaño, entrecerrando los ojos por tus rincones, buscando huellas de otros tiempos, con otros personajes pero el mismo aroma impregnando el aire, la misma luz cambiante con el paso de las estaciones... No sé si me recuerdas en silencio con un cuaderno en blanco en las manos, garabateando sueños apoyada en un noray, bañada por el mismo sol que reflejaban tus aguas. Pero yo sí recuerdo esos días y me hace feliz tener todas esas imágenes en mi mente, grabadas como las piedras que amparas bajo tus brazos desde hace siglos y milenios.

No podía ser de otra manera. Tenía que estar lejos de ti para poder amarte así como te amo pues a tu lado la rutina era la del "cariño, te tengo muy vista" y no la del "amor a primera vista" y además en la distancia actúan los filtros necesarios para que nos quedemos tan sólo con lo bueno, que en tu caso es abundante pero se difumina en la rutina del que te vive día a día.

Ignoro si notas que no estoy o si echas de menos mi presencia a tu alrededor. Pero si en algún momento lo hicieras, no tienes de qué preocuparte, ya que pienso volver muchas veces. Y de nuevo nos encontraremos en viejos y nuevos rincones y volveremos a escribir en aquel viejo cuaderno en blanco, juntas. Y te enseñaré otras cosas que escribí y viví (que es lo mismo para mí) en otros lugares. No te pongas celosa. No tienes por qué hacerlo. Pues el día que tenga que cerrar los ojos para no volver a abrirlos, me quedaré contigo para siempre, en tus brazos, dormida y callada pero feliz de haber nacido en tu seno.



Noray en el puerto. Cartagena, enero de 2007

viernes, 6 de abril de 2012

UNA SEMANA SANTA DIFERENTE

      Cartagena y Semana Santa son términos inseparables. Todo Cartagenero, en mayor o menor medida, tiene dentro de si mismo un alma procesionista. A veces se nos olvida que el que viene de fuera y no ha nacido en nuestra histórica cuna no puede entenderlo de la misma forma que nosotros. O quizá puede que lo entienda pero no puede "sentirlo" de la misma forma que nosotros lo sentimos.

       Así, cada primavera y con la llegada de la Semana Santa, miles de cartageneros errantes regresan a Cartagena para volver a patear sus calles atestadas de caras conocidas, a disfrutar no sólo de las procesiones sino de ese ambiente procesionista y "semanasantero" que se puede oler, palpar, oir, contemplar y hasta degustar en cada rincón de la ciudad. Porque el cartagenero que se ha ido lejos (y ahora lo vivo en primera persona) siente la inmensa necesidad de volver cuando es época de tambores, cuando el viento mece las capas de los capirotes y los balcones se visten de morado, rojo, blanco y negro.

       Aquí no hay banderas en los balcones y la gente ha emigrado al sur de la isla en busca de sol y de playa. La ciudad es preciosa y acogedora... pero me falta ese olor a Levante y el lejano sonido del pasacalles. Aquí nadie lucía esta mañana esa cara de sueño después de trasnochar para salir al encuentro de "la Pequeñica" y "el Nazareno" y no se escucha el eco de la Salve que los cartageneros aprendemos antes incluso de aprender a caminar.

       Cierro los ojos.

       Una niña va de la mano de su padre y cada paso que da éste son tres de la pequeña. Se sientan en sendas sillas de tijera  en la esquina de la calle del Parque, sillas que se suceden a lo largo del recorrido que antaño a la inversa tuviera la procesión del domingo de Ramos. Y la niña rie por dentro cuando el cobrador de las sillas pasa de largo. Porque ese año parece que verán la procesión sentados y sin pagar... Por allí viene una marea de hebreos con sus palmas y sus olivos mientras la niña se pregunta por qué el humo del tabaco que fuma su padre siempre va en dirección a ella y no parece obedecer al viento que vuelve a soplar como cada año (no en vano su madre lo llama "viento de Semana Santa") Y su padre le dice que abra la boca y que no se tape los oidos  cuando los tambores se paran delante de ellos, con la piel ajada y pareciera que a punto de romperse con cada golpe. Años más tarde será ella la que de ese mismo consejo a los que la sucedan como "el pequeño de la familia".

       Ahora es lunes. Y dos adolescentes callejean para seguir a "La Caridad Chica" por las calles de Cartagena. Llegan a tiempo para poder cantar la Salve junto a la puerta de un templo que hoy es basílica. Una es morena de piel y tiene el pelo rizado. La otra, melena lisa recogida en una cola y la piel blanca aunque ambas llevan una bufanda morada e insignias en la solapa de sus abrigos, pero sobretodo lucen el mismo brillo en los ojos. El brillo del que ve por primera vez lo que ha visto tantas veces...

       Martes Santo en el arsenal. Los mismos ojos contemplan desde la cubierta de un barco a San Pedro salir de su almacén. Y nos zambullimos en el mar para volver a emerger en el puerto y vamos corriendo hacia la plaza del Ayuntamiento. Ya es miércoles pero años atrás, y es otra vez aquella  niña pequeña la que observa desde los hombros ahora de su hermano mayor y a ratos de un amigo de éste "El lavatorio de Pilatos".

      Jueves. El silencio se rompe cuando del callejón de Bretau surge un "ejército" de granaderos marrajos. Pero la niña duerme en su casa y es despertada por su hermano poco después, de madrugada. Ambos se dirigen, cruz, mocho y bolsa de caramelos en mano, hacia calles que apenas ven el resto del año, haciendo un alto para tomar un vaso de leche en un bar (invita la casa, que esta noche inauguramos)...

       Viernes... ese viernes santo que pasa rápido y que es sólo noche. Calle del Carmen, en familia. Aquí viene el Cristo de la Agonía que es la fé de mis mayores...

      Sábado santo. Rampa de Santa María. Una penitente de 16 años, hachote de vela en mano. Es la primera vez que procesiona con capuz y sin problemas. No tendrá tanta suerte el año siguiente...

      Y así sin darnos cuenta llegó el domingo y luce un magnífico sol. Y el "Amor hermoso" escucha bajo palio (para resguardarla de la luz abrasadora) a su pueblo cantando la salve mientras unas palomas huyen al escuchar los cohetes que indican que se ha terminado la Semana Santa. Y los que somos procesionistas de verdad le damos a ese botón que llevamos dentro, el de la cuenta atrás que nos dice los minutos que quedan hasta el próximo año... hasta la próxima semana de Pasión....

      Recuerdos... tengo millones de recuerdos... Y espero seguir atesorando otros tantos en años venideros, cuando pueda por fin sumarme a ese grupo de cartageneros que vuelven a Cartagena para vivir una semana entera en sus calles.

       Y es que la Semana Santa de Cartagena se vive así, en los rincones de la ciudad. He visto ministros sentados en escalones, escritores debatiendo en terrazas con el vendedor de cupones y a futbolistas que cambian el balón por la vara de un trono. Así son los cartageneros. Así es nuestra semana Santa. Y así la vivo yo en la distancia, pero más cerca de lo que pensaba. Porque aunque más de 1700 km me separan de ella, no tengo más que cerrar los ojos para recordar y para imaginar lo que allí sucede, lo que se oye, se ve, se palpa y se degusta.

       Lo que se siente.


(Cristo de la Agonía y Virgen de la Amargura, viernes santo de 2007
en la Iglesia de Santa María de Gracia)