lunes, 10 de febrero de 2014

BABEL

Los que me conocen bien, e incluso aquellos que no me conocen tanto, saben que una de mis grandes pasiones es aprender idiomas. El aprendizaje de idiomas te abre mil puertas. Muchas más de las que podemos imaginar. 
Hay pocas cosas comparables a la satisfacción de entender y hacerse entender en una lengua que no es la tuya. Viajar con la tranquilidad de que tienes una herramienta que no hay que declarar en aduanas y por la que no te cobrarán como exceso de equipaje. Sentir que tu mundo es más grande y a la vez todo está más cerca. La experiencia de la lectura de una buena novela en una lengua extranjera puede llegar a ser placentera, porque sientes que en tus manos está la obra tal y como fue concebida por el autor, ya que, a pesar de que hay buenísimos traductores (profesión que admiro hasta el infinito), en el proceso de la traducción siempre se pierde algo. A kiss is a kiss, un bacio è un bacio, un baiser est un baiser y un beso, es un beso. Todos son lo mismo y a la vez no lo son. Y la cosa se complica cuando ascendemos al nivel de los conceptos intraducibles. El churro, aquí, en Londres o en Pekín, es un churro, y no "a light doughnut ring". Una albóndiga no es lo mismo que "a meatball", y mucho menos las albóndigas del cocido navideño de mi madre. 

¿Que por qué me desperté pensando en estas cosas? En realidad lo que venía hoy a contaros va mucho más allá del hecho de que considere útil aprender idiomas. En realidad... lo que quería deciros hoy... es que, por muchos idiomas que aprendamos, siempre habrá quien no nos entienda, e incluso quien no quiera entendernos. No es una cuestión de idioma, de lenguaje, ni siquiera de ideología o de religión. Se trata de que hay seres que carecen de empatía.

A mí me encanta poder encontrarme con una pareja despistada de franceses en Leiria  (Portugal) e indicarles en su idioma cómo llegar al castillo que acabo de visitar y compartir mi alegría de turista  con ellos. Me satisface enormemente sentirme emocionada entre las páginas del último libro que he leído en italiano. Me siento extremadamente útil al poder explicarle a la farmaceútica que esa pobre chica inglesa que se ve tan apurada lo que quiere es algo para el cólico de su bebé. 

Pero no se puede comparar a la felicidad que siento cuando sobran las palabras. Esto me sucede con Javi, con mis padres, con mis hermanos, cuñados, primos, sobrinos... Con amigos de toda la vida y con amigos más recientes, no por ello menos queridos. No es requisito imprescindible el haber pasado mucho tiempo con alguien para saber si está bien o está mal o para que surjan esas miradas de entendimiento en las que no hacen falta palabras, aunque es lógico que el roce y la convivencia te ayude  a conocer a la otra persona. Pero la empatía es algo que se tiene o de lo que se carece.

No es una cuestión de a quien rezas, o de si rezas o no. Ni de si vas a la urna con la mente en rojo, en verde o en azul. Se trata de respeto, de saber escuchar, de saber observar, de querer hacerlo. A mí no me hace falta que un amigo me diga "lo siento" cuando me sucede algo malo. Ya sé que lo siente. A mí no me hace falta que me digan "Te quiero" (aunque es necesario decirlo y escucharlo). Sé quien me quiere. Sé quien me extraña. Sé quién me necesita. Sé quién me entiende. Se trata de un lenguaje sin diccionarios, sin vocablos, sin barreras. Y yo me alegro de poder hablar así con muchas personas. Algunas están muy lejos. A otras las veré mañana. Ellas saben quienes son. Porque no hacen falta las palabras. No siempre.


"Quien no entiende una mirada tampoco podrá entender una larga explicación" (Proverbio árabe)


Foto: Pequeña piedra con inscripción en hebreo, en Atenas, cerca del monumento homenaje a los judíos caídos en el holocausto.